martes, 30 de agosto de 2011

El Tio


Le decíamos Tío, con afecto. Como un reconocimiento a su sabia veteranía. Era nuestro faro en aquellos años donde crees que sabés todo mientras la vida te cachetea todo el tiempo. Nos enseñó de la amistad, para él el sentimiento más sublime en éste mundo, superando incluso a la familia. Que la vida no podía ser tomada en serio. Porque de pronto, te vas. Y todo sigue igual. A no rendir pleitesía ni ser obsecuente. Por ningún motivo. Ni por laburo ni por una prebenda.

Pero su vida era disparatada. Con anécdotas donde el alcohol era parte de sus atrevimientos. Como cuándo el de cuentas corrientes del Banco Francés lo estaba retando por unos cheques, se distrajo y el tío le afanó los anteojos. O en la whiskería que tenía donde convenció a un tachero que le cuide el boliche, mientras él le manejaría el taxi. No me olvido la cara de ese tipo. Se agarraba incrédulo la cabeza. Volvió a las dos horas con dos viejitas chochas. A las risotadas. Nunca la habían pasado tan bien.

Era un seductor. Divertido e ingenioso. Nos enseñó que en el deporte, el adversario era también amigo. Que sin ellos la práctica del juego se hacía imposible. Fue nuestro embajador. Nuestro triunfo y nuestra derrota.

Me cuidó como un padre cuando perdí al mío. Todo lo desdramatizaba. Terminaba en una carcajada. Dueño de la alquimia de saber transformar la tragedia en un sainete.

El tío. Querido e inolvidable. Como todos, un día enfermó. Lo internamos en una clínica del barrio. Ya estaba listo. Le dieron un remedio y lo tomó, no sin antes avisarle al organismo en voz alta: “¡va agua!”, para ponerlo en aviso, acostumbrado al whisky.

Se fue manso como era. Sentado en un sillón de su jardín que daba a la calle. Así. Mirando. Inventando alguna jugada. Soñando con Racing campeón. Brindando con amigos. Riéndose del pasado y del presente.

Lo lloramos la familia, los amigos, los vasos vacios, la risa y Rita, la dueña del cabaret.

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