miércoles, 22 de diciembre de 2010

Martincito
Martín tiene los ojos redondos e inciertos color miel. Como su personalidad.
Da abrazos interminables como un osito. Su vida gira en gran parte alrededor del club. Tiene el corazón generoso y su sangre es celeste y amarilla, como los trapos que lleva a la cancha los sábados.Posee abundante pelo castaño que se para indomable sobre su frente.
Está muy gordo. Demasiado. Todos lo conocen en el barrio. Derrocha alegría. Cuando habla, suele agregar a cada frase la pregunta “¿eh?, como esperando la aprobación del interlocutor. También suele alterar la r y la d sin advertirlo.
Palabras como virdrio, lardillo son su dificultad. Pero a pesar de eso, carece de inhibiciones y no elude el diálogo. Es más: generalmente lo propone.
Tiene dos trabajos. Cadetea para la empresa de su tío y reparte sobres para un correo privado. Además está haciendo un curso de fotografía que lo tiene entusiasmado. Más aun, porque el adverso cupido lo premió con Anahí. La luz de sus ojos. Muere de amor por ella. Carecen de tiempos para frecuentarse, aunque esporádicamente la visita en la casa.
Los miércoles, día del curso, parte diferente. Combina mejor los colores. Va afeitado. Hasta derrota a veces al maldito mechón que le hace de visera a la frente.
El día de la primavera la visitó en la casa. Le regaló fresias. Hasta la besó.
Después, tuvo una corta despedida, vigilada con disimulo por los padres de ella.
El viaje de vuelta fue azaroso. Casi tuvo que carpirse los bolsillos en busca de monedas para el subte y el tren donde siempre viaja gratis. Es que la locura por verla, le había arremolinado el pensamiento. Había olvidado su certificado de discapacidad en la mochila del trabajo.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Espejo hacia el pasado

Me duele más que nunca ésta mañana.
Casi arrastrándome gano la calle.
En el enjambre, me confundo con miles de rostros hasta que me veo.
Ese soy. Plateado.
Quiero retener esa imagen pero se esfuma.
Entonces cierro los ojos y recorro perplejo la trayectoria de mi vida. Pienso que no fui más que el producto de lo que dos o tres mujeres desearon que fuera.
Converso con cuatro hombres que tienen mi sonrisa.
Solo quiero darles raíces. Luego alas.
Me detengo en cada uno un instante.
Quiero aclararles cosas que no les inquietan. Contestar preguntas que no me hacen.
Somos breves. Como una ola que brota rebelde y luego se confunde entre las demás olas.
Rejuvenezco en ellos.
Reconozco la inconmensurable entrega de la que fue mi compañera.
Retrocedo.
¿Que será de Andrés?
A veces siento la impiedad de los golpes en la puerta aquella noche que lo llevaron. Volvió triste. Pero vivo.
Y después se fue a otras tierras.
El sol generoso vagabundea en el espacio.
Mi abuelo labra la huerta.
Papá trabaja sin concesiones.
Mamá aguarda su regreso.
A Dios, si existe, le propondría un cambio para perfeccionar su obra.
Tener un mano a mano breve con los viejos ahora que no están.
Corto, pero con temario abierto.
Sigo viajando hacia el principio.
Estoy en el colegio.
Percibo el olor de libros nuevos, de flores del patio, de incienso.
Eran milagrosos los viernes del descanso.
El fútbol de barrio con mis hermanos.
La feria inoportuna que interrumpía nuestra cancha callejera.
Fuimos puntuales ante la radio a válvula para escuchar a Tarzán.
El vendedor de hielo, con la barra al hombro y la sierra.
Una marchita canción de cuna.
Los senos de mi madre.
Nueve lunas.
La tarde de estío en que papá la convenció a la vieja.

martes, 7 de septiembre de 2010

Desde el balcón

Siempre quiso verlo con flores. Parecía imposible. Si bien desde esas alturas se veía claramente Colonia y el río, no era suficiente. Deseaba adornarlo de malvones, rosas y jazmines. Contrató entonces a varios paisajistas que argumentaron razones contradictorias. Que el solsticio de primavera, que la resolana de otoño, que el frío invernal y la perpendicularidad de los rayos solares de estío. Cada conclusión, era acompañada por un consejo en cuanto al tipo de planta requerida. Y así fue: prueba y error. Gastos y consultas. Ensayos que concluían en secos y amarillentos resultados.
Un día, luego de limpiar los macetones, se resignó. Los veleritos y las tormentas ocupaban su visión panorámica. Pensaba largamente en sus hijos. Criados con raíces, pero con alas. Entonces dejó que sucediera… como la vida. Que aconteciera el destino. Sin oponerse. Sin querer manipularlo.
El trinar alborotado una mañana pareció anoticiarlo. Los primeros brotes verdes asomaban timoratos. Pasó un tiempo y se llenó de los colores del cosmos. La naturaleza le había regalado ese jardín aéreo. Agradeció en silencio. Y se sentó a disfrutar.

Clasifarote

Tengo tres hermanos con los que fui a un rígido colegio de curas. Mis primos también eran varones. Me afanaba buscando diferencias entre mi madre y mi padre, aunque solo hallaba la ausencia de bigote en el rostro de mi madre, claro.
Como a los veinte años comencé a sentir cambios en mi cuerpo. Entonces tomé el toro por las astas y preguntando qué me sucedía, concluí que siempre fui un sambolombote. Cuando todos ya sucundeaban el trómbolo, yo, terrible maquerto, seguía crascrisándome el pisandro.¡Qué enganguengue!
Cuando me acuerdo se me cae el sangolonguito a los pies.
Una noche de sanganga, unos amigos me llevaron al clastifarote del barrio.
Cada zona tiene su clastifarote, donde suele abundar la guasa la chunga y el pitorreo. El que les comento, no quedaría a más de dos severtolotes de casa.
Al principio temí que mis padres se apotonaran, pero no. Aquella excitante noche, no trascendió más allá del grupo de tabapitangas que concurrimos al lugar.
Recuerdo que el más experimentado del grupo comentó el entrar: “La confidencialidad, es la base de la sarracatunga” y no faltó a la verdad.
Noche pegajosa aquella y plena de catongos y rascapotones.
Fue inolvidable…
Luego de otear el chequendengue de trulaláes que por ahí pululaban, me incliné por una de generoso pangalaque.
Fue verla y que se me raspatara el chipotote.
El encuentro, reconozco, fue breve.
Todos hemos sucundeado el trómbolo por primera vez y sabemos el oprobio y el cazapirote que te produce.
Recuerdo que en aquellos años fueron frecuentes mis visitas al querido clastifarote, donde hoy se yergue monumental, un templo de la secta de los motilones de los últimos días.
Pasó el tiempo y ahora, en el poniente de mi vida, reflexiono: “¡Lo parió!” “Cuántos molicotones me trajo el sucundeo”. No se si no me hubiese convenido continuar crascrisándome el pisandro. Por un lado, era una actividad más noble e impoluta. Pero además, continuar con aquella práctica, hubiera coadyuvado a evitarme ospotolones de simbogeretes en mi arrevesado y deteriorado tránsito por éste valle de lágrimas.

Humillación

Desperezaba. El cansancio lo había arrastrado hacia una huidiza siesta. Mejor no pensar demasiado… Había que actuar. No ignoraba que tenía que recomenzar su rutina. La noche, como siempre, sería larga y tediosa. Volvió a estirarse hasta que al fin, abandonó la cama. De reojo vio la hora. Anochecía. Arrastrándose hacia el baño, se afeitó meticulosamente. Se duchó lento. Mientras se secaba, no dejaba de blasfemar. Aborrecía aquella realidad. En el barroso lecho de la hipocresía de las grandes ciudades, le tocaba esa denigrante tarea. Pensando en su hijo se repuso. Con unos pocos pesos más, podría visitarlo algunos días.
Continuó entonces con los preparativos, que no excluyeron perfumes ni cremas.
Al abrir el armario, quedó unos instantes mirándose desnudo en el espejo. Luego se sentó en el descolado sofá y subió lentamente sus medias. Se vistió con ropa cómoda: hacía calor.
Echó una postrera mirada a su aspecto, y, al salir, la recurrente humillación.
Diana, como tantas noches, se apoderaría de su cuerpo.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Relato Erótico

Finalizaba la rutina de correr temprano en la playa. Era mi escaso recreo del sinnúmero de tareas que sobrevendrían. Luego compraba facturas recién horneadas y me dirigía a casa.El resto de la jornada sería agotador. Las solicitudes de atención de los chicos eran interminables. Entraba y salía del agua tantas veces como quisiesen. Se me trepaban. Les enseñaba a nadar. Pobre María reflexionaba: el calor y su trabajo ciclópeo con los chicos, conspiraban contra su casi extinguida energía. Obviamente en ese contexto, el sexo se había ausentado de mi cabaña. Pero no de mí.
Después de la primera semana,había advertido aquella sensual presencia. La playa estaba desierta. Finalizaba de trotar poco antes que yo. Se despojaba de la ropa, la bincha violeta, y con su reducida bikini se arrojaba al mar. Luego salía y echada en una fina esterilla, descansaba. Quería evitar mirarla, pero me seducía verla tomar sol, estirándose como una gata. Llamaba mi atención y ella lo sabía. Su piel dorada me obsesionaba. Las gotas de agua que se deslizaban por su cuerpo, la tornaban más hermosa. ¿Cómo harían esos senos y esa cola para desafiar la ley de la gravedad? Todo alrededor era movimiento, exceptuando su cuerpo trasgresor.
Pero un día se acercó, con la ingenua excusa de saber la hora. Trillada estrategia que comprendí de inmediato. El corto trayecto que nos separaba, se asemejó a la mismísima eternidad. Observé cada detalle. Sus pechos, su cadera, su pelo que le ocultaba por momentos el rostro, me erotizaba. Todo sucedía en cámara lenta. La deseé salvajemente. Cada rincón de su cuerpo quedó fotografiado en mi retina. Soñé tormentas de amor inocultables. Nos retuvimos unos instantes. Alcanzó para transmitimos el amor compartido por la naturaleza, la belleza de la playa temprana…Quedamos en encontrarnos el día siguiente. En ese instante supimos que la moneda estaba en el aire. Que la suerte estaba echada. Nos temimos y desinformamos. Solo supe que estaba con su estresado marido financista. Solo supo que estaba con mi familia. No hubo espacio para nombres ni indagatorias profundas. El instinto concibió el resto, dándole vacaciones al pensamiento. Al otro día desperté con ilusión. Todos dormían. Ella por su parte, preparaba su silenciosa fuga. Cuando nos encontramos, enlazamos nuestras manos besándonos con pasión y desparpajo. Ella, con tiempos más relajados, había explorado el lugar. Solo escalar un médano y detrás…el oasis. Un tupido bosque apto para ocultarnos, que permitía el ingreso de irreverentes rayos de sol. Tuve la fortuna que uno de ellos iluminó su cara. Era hermosa. La abracé. Quedamos inmóviles. Pausadamente desplegó la esterilla en el suelo. Me invitó a su lado. Yo temblaba como un principiante. Me acarició y besó tiernamente mientras me desnudaba. Recorrió luego mi cuerpo con sus manos y su lengua sin concesiones. Accedió a mis juegos mansamente. Desesperaba de pasión. La acaricié y masajeé lento. Sus pechos, su ombligo, muslos y pies. Con un gemido se dio vuelta y continué por su espalda, cola y piernas. Su respiración se agitaba. Los rayos de sol intrusaban la escena. Naturalmente dio vuelta su cuerpo de muñeca y la habité…pausadamente, sin apuro. No dejamos de mirarnos a los ojos ni un instante.
De un suave comenzar, viramos hacia un desenfreno casi primitivo. Nos dijimos obscenidades. Mordimos nuestros cuerpos al borde del dolor. Cruzó sus piernas alrededor de mi espalda y tiró de mi pelo. Contesté su dulce agresión palmeándole la cola, haciéndole lanzar un leve gemido.. Los dos sabíamos que todo era una locura. Se entremezclaron nuestras humedades, hasta que reconocí el arribo de su inminente explosión. Hice más lentos y profundos mis movimientos y allí, casi un rugido precedió su continuado espasmo. Me excité hasta derramarme en ella. Quedamos por un rato abrazados y exhaustos. Nada nos dijimos. Quiso avanzar proponiendo otro encuentro pero la desanimé. Una enorme lágrima atravesó su mejilla hasta que fue interrumpida por mi beso infinito. Bebí de su sal.
Había concluido la locura. Se alejó sin reproches, sabiendo que nunca sabría mi nombre. Quería precaverme. Caminé hacia el agua y nadé para borrar las señales que sobre mi cuerpo dejó olvidadas. En breve estaría rodeado por los míos, iniciando otro despertar…diferente

lunes, 4 de enero de 2010

La novia del barrilete cósmico

Ya no escucho ovaciones. He dejado de rodar. Duermo en un lugar oscuro donde pocos me recuerdan. Mi forma ya no es la misma. No quiero verme: me avergonzaría hacerlo. Pero una vez te hice feliz. Y a vos. Y a vos.

Habían destruido nuestras ilusiones. Desaparecido a nuestros hermanos. Matado a nuestros hijos. Secuestrado y apropiado a nuestros recién nacidos. Finalmente pergeñado una guerra contra los piratas para perpetuarse. Ese fue el principio del fin. Nos rendimos tristemente y, arrastrando nuestro oprobio, nos democratizamos. Apretando los dientes. Llorando a nuestros muertos.

Ya sé que soy una estúpida. Que no repararé aquella herida. Pero ese día los piratas comieron de su hiel y su soberbia.

Me pisó de pronto, para luego acariciarme durante más de sesenta metros. Sólo diez segundos que parecieron años. La gente se paraba durante el torbellino. Mis ojitos entrecerrados veían en cámara ligera el verde, el cielo, la gente, en mi carrera desenfrenada. Sentía sobre mi cuerpo el viento que producía un vendaval de patadas de camisetas blancas. Hubiera querido gritarle que por afuera corría uno de los nuestros. Una y otra vez. Pero su tozudez pudo más. Sentí su último roce mágico que me recostó en la telaraña. Recuerdo aun aquellos trapos azules que se abrazaban hasta desgarrarse. Mientras tanto en mí país, millones de puños apretados lloraban aquella corrida en memoria de los ausentes.
.
Por fin me dormí, con canción de cuna de red. Para siempre. Para cicatrizar heridas. Para enjugar las lágrimas de mí pueblo.

Y ahora estoy aquí. Sola y desinflada. Fijada en ese día en que te hice feliz. Pero aún tengo un deseo. Te pido que a veces me recuerdes, para devolverme de a ratos la vida. Por favor, no dejes de hacerlo. No quiero descansar en paz.