viernes, 13 de mayo de 2011

Día del trabajador

Desde muy cerquita del cielo llegó Ramón Iguarán, con su alma y una manta como equipaje. Lo despidieron el abrazo con llanto de su madre y la mano rústica de su padre. Silbando un silbido largo como el del tren, buscó en su bolsillo izquierdo la dirección. Su tío lo esperaba en José C Paz. Retiro, entretanto, era un gentío. El enjambre lo iba transportando hacia la calle involuntariamente. Lo acosaban los vendedores. Lo empujaban. Lo aturdían las salidas, las llegadas, el bullicio. La marea humana contrastaba con su soledad. Había que buscar la parada del 203.
Miró ese gris inmenso de la ciudad, con la esperanza de aprender el oficio de constructor. Su tío Isidro le iba a enseñar. Viajó dolorido un par de horas más hasta la terminal. A pocas cuadras de ahí, en la Villa San Jorge de José C. Paz, la Virgencita de Itatí iba a querer que se encontrara con su tío. Poco tiempo hubo para hablar. Para reconocerse. Al otro día había que empezar a trabajar.
Cada jornada fue de aprendizaje. Cargó carretillas. Boleó ladrillos. Estibó materiales. Poquito a poco construyó sueños de arena y cal, y con bastante esfuerzo, pudo aprender a hacer la mezcla. Levantar la primera pared. Usar la plomada.
Y con estas herramientas y el salario, fue de a poquito construyendo su casita. Precaria. Pero digna. Los sábados, en cambio, eran de fiesta. Por la noche, iba a “Latino”. Allí conoció a Leonor. La vio un fin de semana. La vio al siguiente y el otro.Con la pereza que da el poco hablar, dilató el encuentro. Hasta que un día se animó y, con un ramo que el “pibe” de las flores le fió, la buscó en la estación.
Ella ya estaba prendada y no faltó nada más para conquistarla. Vivieron un corto romance de besos interminables. De caricias contra el cerco donde Leonor trabajaba. Desesperados. Humedecidos. Lo enamoraban sus ojos gringos color celeste. El mismo celeste que desde hacía tiempo había dejado de ver, cubierto en el enlutado cielo de la ciudad.
Alborotados de instinto y amor, quiso ese abril, que Leonor quedara embarazada.
Decidieron entonces vivir juntos. Luchando y trabajando, al tiempo, se sumó a sus sueños Milagros. Milagritos, como le decía Ramón. Que le ponía espuelas a su paso de regreso a casa. La fe lo hacía rezar y la esperanza creer. Soñaba con una pieza más para Milagritos. Con reparar el techo. Con luchar por su familia. Con tener más hijos.
Un domingo, se levantó tan temprano como siempre. Besó a Milagritos que dormía. Abrazó sin palabras a Leonor. Ella lo besó acariciando su cara. Lo hizo con esas manos tan cansadas de lavar para “afuera”.
Volvió a la tarde ya sin sol a la terminal. Estaba fatigado. El 203 lo acunó hasta que al llegar, el chofer lo despertó con un empujoncito mientras le decía Ramón, hermanito, despertate que ya llegaste. Ramón abrió los ojos y corrió hasta la puerta del colectivo. Feliz día del trabajador, le dijo entonces el chofer, mientras bajaba.