Siempre quiso verlo con flores. Parecía imposible. Si bien desde esas alturas se veía claramente Colonia y el río, no era suficiente. Deseaba adornarlo de malvones, rosas y jazmines. Contrató entonces a varios paisajistas que argumentaron razones contradictorias. Que el solsticio de primavera, que la resolana de otoño, que el frío invernal y la perpendicularidad de los rayos solares de estío. Cada conclusión, era acompañada por un consejo en cuanto al tipo de planta requerida. Y así fue: prueba y error. Gastos y consultas. Ensayos que concluían en secos y amarillentos resultados.
Un día, luego de limpiar los macetones, se resignó. Los veleritos y las tormentas ocupaban su visión panorámica. Pensaba largamente en sus hijos. Criados con raíces, pero con alas. Entonces dejó que sucediera… como la vida. Que aconteciera el destino. Sin oponerse. Sin querer manipularlo.
El trinar alborotado una mañana pareció anoticiarlo. Los primeros brotes verdes asomaban timoratos. Pasó un tiempo y se llenó de los colores del cosmos. La naturaleza le había regalado ese jardín aéreo. Agradeció en silencio. Y se sentó a disfrutar.
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