Kilómetro cincuenta·
Y
de pronto, tu camino se resquebraja. Te arrastrás sobre tus yerros. Sobre los objetivos
incumplidos y arrojados a la basura. Te replanteás todo. Tambalean tu
estructura y las certezas que tenías. Merodean hambrientas las culpas. La literatura universal y los mandatos llegan hasta ahí. Hasta el
borde de ese acantilado. Hasta ahora la vida era una ruta señalizada. Bastaba
con cumplir las pautas sociales. Transitando el sendero del
crecer, estudiar y ubicarte laboralmente. Armando vínculos hasta encontrar con
quien formar una familia. Criar hijos, si tuviste la fortuna de tenerlos, pero
se acabó. Tarea cumplida. Repentinamente, el camino de la vida se te parte. Ya
no hay señales. En la cancha no hay
pelota, ni límites, ni adversarios, ni reglas. La angustia te atrapa. Tus
sueños de juventud, fueron. Tu futuro, estuvo. Quizás no estés bien con tu
presente. Tu relación de pareja desgastada… Ni a los referentes podés
consultar, pues quizás ya no compartan éste mundo. Tus hijos, casi sin que lo adviertas ocuparon tu lugar del escenario y,
lento, te ubicaste en la platea. Ya opinan y elijen. Te sentís a veces
criticado y por momentos reemplazado. Se instala definitivamente el sentimiento de que somos
breves. Finitos. Como una ola que ves formarse, se alza majestuosa e
irremediablemente, rompe. Se deshace. Se espuma. Se enarena. Tu tarea
cotidiana. La oficina. El consultorio. Tu jefe. Tus compañeros. Todo se hace
tedioso. Insoportable. Tu memoria se toma licencias. Tenés una lista de caras y
otra de nombres pero no podés armar el rompecabezas. Lo único que te hace
soñar, son esos ojos atentos. Bonitos. Saltarines. Su risa de cascabel.
Patinás. Te caés. Dejás la compu encendida cuando le decías, “quizás mañana”. Y
aparece el mensaje en el whatsapp. Como queriendo que lo encuentren. Que te
echen. Y ella baja cinco kilos en una semana. Y te vas a vivir a la oficina. O
a lo de un amigo. Y perdiste todo. Y extrañás los ruidos de tu casa. Y el olor
a comida. Y taparlos por la noche. Pero ya está. Todo cambia. Es un minuto
donde el subconsciente toma el coraje que vos no tenés. Y blanquea. Sufrís como
nunca pensaste que se podía sufrir. Tenés miedo. Frío. Dolor. Desasosiego. Pero
nada. Nada es para siempre. Ni siquiera el sufrimiento. Con tanta turbulencia
hasta los ojos saltarines conectaron otros ojos. Pero un día… renacés. El encono y las cicatrices desaparecen. El desafío
es vivir el momento. Proyectar menos y disfrutar más. Comenzás a elegir por y
para vos. Procurándote tu propia felicidad. Te levantás entonces haciendo
pie en los buenos recuerdos, sepultando los otros. Ves cercano el sendero que
con dudas irás construyendo. Reverdece. Se asoman tibios soles y escarpadas que
irás escalando. Quizás por momentos retrocedas. Se acomodan de a poco los
vínculos. Con tus hijos. Con la madre de tus hijos. Y los amigos. Habrá
avatares pero vas a empezar a confiar en tus decisiones. Y un buen día, que
valga la pena, sólo dependerá de vos. Y de cómo lo encares. Vivir alegre. No sé
si feliz. Pero alegre. Y pasarán mil universos y seguirás leyendo tu libro. En
calma. Y escuchando tu música. Que por momentos cantarás. Y hasta bailarás
estando solo. Libre solo o acompañado. No sabiendo quizás lo que querés pero
con certeza lo que no querés. Y estarás agradecido. Habiendo perdonado.
Habiendo sido perdonado. No será un proceso corto. Pero hay que cabalgarlo.
Acompañarás definitivamente al cortejo de la culpa hasta su muerte definitiva.
Y quedarán muchas cosas por hacer. Muchas por escribir. Por cantar. Cientos
de deseos por cumplir. Y agradecer que
la vida ha sido así de generosa. Y que te dio hoy un día más. Para continuar.
Cicatrizando. Disfrutando. Recorriendo tu cauce como un río. Si pasa lo que te
cuento, sos bienaventurado. Es que
pasaste irreverente y sin respeto la crisis de la mitad de la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario