Tres chicos se parapetan con cartones y frazadas contra una pared del McDonalds de Don Torcuato. Vivo testimonio de la ausencia de sensibilidad social, reflejada en la sonrisa sarcástica del payaso multicolor. Pero la noche, caerá igual. Impiadosa. La claridad de la luna augura heladas.
Carlos, aparece entonces con un guiso de lentejas en una olla humeante. Lo preparó Miguel, su compañero desde hace años. Miguel no es chef,pero cada plato que cocina lleva retazos de su alma. Carlos les da con afecto la comida. Hablan cosas. Se despiden.
Las lentejas, saben a masajitos en la panza. Suenan a canción de cuna.
Cada uno de los chicos, como todas las noches, se adueñará de una estrella hasta dormirse. Mañana, sus pocas pertenencias quedarán en el lugar. Es que durante el día, juntan monedas en el semáforo de la colectora.
Mientras tanto, un expediente de adopción deshilachado, continúa deshojando margaritas en un juzgado de menores.
martes, 13 de septiembre de 2011
martes, 30 de agosto de 2011
El Tio
Le decíamos Tío, con afecto. Como un reconocimiento a su sabia veteranía. Era nuestro faro en aquellos años donde crees que sabés todo mientras la vida te cachetea todo el tiempo. Nos enseñó de la amistad, para él el sentimiento más sublime en éste mundo, superando incluso a la familia. Que la vida no podía ser tomada en serio. Porque de pronto, te vas. Y todo sigue igual. A no rendir pleitesía ni ser obsecuente. Por ningún motivo. Ni por laburo ni por una prebenda.
Pero su vida era disparatada. Con anécdotas donde el alcohol era parte de sus atrevimientos. Como cuándo el de cuentas corrientes del Banco Francés lo estaba retando por unos cheques, se distrajo y el tío le afanó los anteojos. O en la whiskería que tenía donde convenció a un tachero que le cuide el boliche, mientras él le manejaría el taxi. No me olvido la cara de ese tipo. Se agarraba incrédulo la cabeza. Volvió a las dos horas con dos viejitas chochas. A las risotadas. Nunca la habían pasado tan bien.
Era un seductor. Divertido e ingenioso. Nos enseñó que en el deporte, el adversario era también amigo. Que sin ellos la práctica del juego se hacía imposible. Fue nuestro embajador. Nuestro triunfo y nuestra derrota.
Me cuidó como un padre cuando perdí al mío. Todo lo desdramatizaba. Terminaba en una carcajada. Dueño de la alquimia de saber transformar la tragedia en un sainete.
El tío. Querido e inolvidable. Como todos, un día enfermó. Lo internamos en una clínica del barrio. Ya estaba listo. Le dieron un remedio y lo tomó, no sin antes avisarle al organismo en voz alta: “¡va agua!”, para ponerlo en aviso, acostumbrado al whisky.
Se fue manso como era. Sentado en un sillón de su jardín que daba a la calle. Así. Mirando. Inventando alguna jugada. Soñando con Racing campeón. Brindando con amigos. Riéndose del pasado y del presente.
Lo lloramos la familia, los amigos, los vasos vacios, la risa y Rita, la dueña del cabaret.
lunes, 22 de agosto de 2011
TINTINEO
No. No me pasó cuando me fui. Aunque el silencio apuñalaba sin piedad el aire.
Tampoco en las noches de insomnio, esperando que el sol perezoso se asome lento.
Ni en funerales, ni en marchas de silencios.
Ni en cada palabra que callé por postergarlo.
Pero un día, uno de mis hijos me pidió que le resuma un libro para la facu.
Agobiado, pospuse la tarea de padre para la noche del domingo.
Empecé leyendo distraído y garabateé alguna idea, hasta que sentí que los
párpados tenían el peso de mis años.
Me levanté, busqué un filtro, le eché cuatro cucharadas de café y esperé.
Al rato, la máquina me anotició que estaba listo.
Me serví un café gigante. La noche sería larga.
Traje el azúcar al escritorio y ahí, por primera vez te presentí.
Al revolver el azúcar, cuando la cucharita tintineó contra los bordes de la taza,
serenamente lloré.
Nunca había reparado en ese sonido singular.
Acostumbrado a estar rodeado de acordes, risas y ruidos de pelota.
Entonces entendí, de pronto, como una cachetada del destino,
que me habías enredado.
Que te pertenecía y serías desde allí mi compañera,
extraña y temida Soledad.
Tampoco en las noches de insomnio, esperando que el sol perezoso se asome lento.
Ni en funerales, ni en marchas de silencios.
Ni en cada palabra que callé por postergarlo.
Pero un día, uno de mis hijos me pidió que le resuma un libro para la facu.
Agobiado, pospuse la tarea de padre para la noche del domingo.
Empecé leyendo distraído y garabateé alguna idea, hasta que sentí que los
párpados tenían el peso de mis años.
Me levanté, busqué un filtro, le eché cuatro cucharadas de café y esperé.
Al rato, la máquina me anotició que estaba listo.
Me serví un café gigante. La noche sería larga.
Traje el azúcar al escritorio y ahí, por primera vez te presentí.
Al revolver el azúcar, cuando la cucharita tintineó contra los bordes de la taza,
serenamente lloré.
Nunca había reparado en ese sonido singular.
Acostumbrado a estar rodeado de acordes, risas y ruidos de pelota.
Entonces entendí, de pronto, como una cachetada del destino,
que me habías enredado.
Que te pertenecía y serías desde allí mi compañera,
extraña y temida Soledad.
jueves, 4 de agosto de 2011
Amante
le gusta mimarla
besarla
masajearla
abrazarla morderla poseerla
absorberla
beberla
enredársela en su cuerpo
explorarla
recorrerla lentamente
y habitarla
le gusta comerla
saborearla
derramarse en su interior
y serenarse
disfrutar su geografía hasta saciarla
ama bañarla
secarla
y acostarla
dormirla entrelazado
abandonarse
quiere despertarse al lado suyo
desayunarla
pero cuando se va
le desdibuja
la sonrisa de sol
que la acompaña
la entristece
y lo más deseado
se lo quita
simplemente porque no es
a la que ama.
le gusta mimarla
besarla
masajearla
abrazarla morderla poseerla
absorberla
beberla
enredársela en su cuerpo
explorarla
recorrerla lentamente
y habitarla
le gusta comerla
saborearla
derramarse en su interior
y serenarse
disfrutar su geografía hasta saciarla
ama bañarla
secarla
y acostarla
dormirla entrelazado
abandonarse
quiere despertarse al lado suyo
desayunarla
pero cuando se va
le desdibuja
la sonrisa de sol
que la acompaña
la entristece
y lo más deseado
se lo quita
simplemente porque no es
a la que ama.
lunes, 25 de julio de 2011
DESENCUENTRO DE CUENTOS
Salía de la casa siempre a la misma hora y cruzaba la calle sin mirar. Las frenadas, acompañadas de fuertes insultos, eran frecuentes. El las ignoraba. Quienes lo conocían aseguran que se le ocurrían historias fantásticas, pero, lamentablemente, tenían la duración de su propio pensamiento. Las olvidaba de inmediato.
Un día, esquivando gente, al pasar por el Bazar Inglés, sintió un rayo interior.
Entró, observó una colección de cacerolas y preguntó por el probador. El empleado, que tenía muy claro aquello de que el cliente siempre tiene razón, mientras hacía malabares con unos vasos, lo condujo al baño.
Cargando una media docena de cacerolas, se las fue probando meticulosamente en la cabeza hasta que una, le calzó con dificultad. Salió con su olla encasquetada, la pagó y se fue.
En el trayecto a su casa, se le ocurrieron tantas historias que se extravió. Tomo subtes errados. El enjambre, lo fue conduciendo por lugares desconocidos. Hubo quien le ofreció dinero pensando que desvariaba. También una denuncia por desacato, ya que trató de “imbécil” al agente que le preguntó qué hacía con una cacerola en la cabeza.
A pesar de las circunstancias adversas, confiaba que las historias quedarían adheridas en los bordes internos de su improvisado sombrero. Falso. Lamentablemente, cuando logró quitársela, las ideas se le desparramaron. Volaron algunas, otras se mezclaron entre sí y las más aterrorizadas se fugaron por una hendija de la ventana.
Aprovechando la compra y esperanzado en hallar un método atrapa ideas mejor, se preparó un guiso en el recipiente.
Serían las tres de la mañana cuando recordó a su amigo Nito, quien había participado de algunos “cacerolazos” y partió para su casa. Los cánones de convivencia desaconsejan solicitar cacerolas a esas horas de la madrugada. Pero a veces, el deseo supera al pensamiento. Nito conservaba algunas cacerolas abolladas. Después de mascullar algún insulto menor, le abrió la puerta a su amigo de años. Le regaló una bien abollada que le calzó a la perfección y lo despidió confundido. No eran tampoco horas para captar una explicación tan arrevesada.
Al otro día, se colocó la cacerola y partió. Ausente. Sordo a las bocinas e insultos. Despreciando ladridos amenazantes, pero inspirado. Cientos de ideas brotaron de ese cerebro creativo que, mágicamente, fueron reposando en las abolladuras internas de la cacerola. Pero el calor y la torpeza al quitársela, lograron un nuevo fracaso.
Yacían millones de letras mezcladas indescifrables en los recovecos de la olla. Circunstancia que fue aprovechada por Gladys, la misionera que solía ir a la casa a plancharle la poca ropa que tenía. Halló al otro día la cacerola con el abecedario enredado en su interior.
Comentan que Gladys es hoy rica y próspera. Puso un restó en Marbella. Claro, “Sopa de letras” es la especialidad de la casa. Como no podía ser de otra manera.
Salía de la casa siempre a la misma hora y cruzaba la calle sin mirar. Las frenadas, acompañadas de fuertes insultos, eran frecuentes. El las ignoraba. Quienes lo conocían aseguran que se le ocurrían historias fantásticas, pero, lamentablemente, tenían la duración de su propio pensamiento. Las olvidaba de inmediato.
Un día, esquivando gente, al pasar por el Bazar Inglés, sintió un rayo interior.
Entró, observó una colección de cacerolas y preguntó por el probador. El empleado, que tenía muy claro aquello de que el cliente siempre tiene razón, mientras hacía malabares con unos vasos, lo condujo al baño.
Cargando una media docena de cacerolas, se las fue probando meticulosamente en la cabeza hasta que una, le calzó con dificultad. Salió con su olla encasquetada, la pagó y se fue.
En el trayecto a su casa, se le ocurrieron tantas historias que se extravió. Tomo subtes errados. El enjambre, lo fue conduciendo por lugares desconocidos. Hubo quien le ofreció dinero pensando que desvariaba. También una denuncia por desacato, ya que trató de “imbécil” al agente que le preguntó qué hacía con una cacerola en la cabeza.
A pesar de las circunstancias adversas, confiaba que las historias quedarían adheridas en los bordes internos de su improvisado sombrero. Falso. Lamentablemente, cuando logró quitársela, las ideas se le desparramaron. Volaron algunas, otras se mezclaron entre sí y las más aterrorizadas se fugaron por una hendija de la ventana.
Aprovechando la compra y esperanzado en hallar un método atrapa ideas mejor, se preparó un guiso en el recipiente.
Serían las tres de la mañana cuando recordó a su amigo Nito, quien había participado de algunos “cacerolazos” y partió para su casa. Los cánones de convivencia desaconsejan solicitar cacerolas a esas horas de la madrugada. Pero a veces, el deseo supera al pensamiento. Nito conservaba algunas cacerolas abolladas. Después de mascullar algún insulto menor, le abrió la puerta a su amigo de años. Le regaló una bien abollada que le calzó a la perfección y lo despidió confundido. No eran tampoco horas para captar una explicación tan arrevesada.
Al otro día, se colocó la cacerola y partió. Ausente. Sordo a las bocinas e insultos. Despreciando ladridos amenazantes, pero inspirado. Cientos de ideas brotaron de ese cerebro creativo que, mágicamente, fueron reposando en las abolladuras internas de la cacerola. Pero el calor y la torpeza al quitársela, lograron un nuevo fracaso.
Yacían millones de letras mezcladas indescifrables en los recovecos de la olla. Circunstancia que fue aprovechada por Gladys, la misionera que solía ir a la casa a plancharle la poca ropa que tenía. Halló al otro día la cacerola con el abecedario enredado en su interior.
Comentan que Gladys es hoy rica y próspera. Puso un restó en Marbella. Claro, “Sopa de letras” es la especialidad de la casa. Como no podía ser de otra manera.
domingo, 3 de julio de 2011
Cuando Pascual Comprò a Alfio
Funcionaba a la perfección. O al menos era lo que yo pensaba. Mi primera venta, que terminó siendo la última, fue a un equipo de futbol de veteranos.
Laburaban todos en la misma empresa y por cuestiones de fuerza mayor, debieron ausentarse de la final interempresaria.
Sólo quedó Pascual, que era malísimo. Pero tenía a su favor, un entrevero afectivo con la minita de la casa de deportes de enfrente, que les proveía la pilcha deportiva. Con él me vinculé como siempre sucede en estos casos, insólitamente.
Fue durante un absurdo concurso de la cooperativa del colegio de los chicos, que consistía en sostener por más tiempo una escoba haciendo equilibrio en la propia pera. Pascual me contó su dilema casi por casualidad (y porque se lo estaba contando a todos). Yo más rápido que inmediatamente le conté de Alfio. A él le gustó la idea y se lo vendí. El resto, lo negocié con el tesorero de la empresa.
Pascual estaba como loco. Salió presto con Alfio a la búsqueda de los diez jugadores restantes para la final. Nomás en el subte Alfio le señaló al guarda, con altura suficiente, manos grandes y dedos generosos. Era inequívoco que había que convocarlo. No debía haber en el mundo alguien que reuniera un aspecto físico más adecuado para bloquear el ingreso de la pelota en el arco. Pronto lo convenció. Pascual jugaría de dos. Que en las escasas ocasiones que acertaba de un puntapié a la pelota, solía hacerla llegar al área contraria. El cuatro lo ubicó en la verdulería. Petiso y con barba que parecía crecerle por minuto, mientras Pascual lo convencía. El tres, longilíneo, vibró ante el mismísimo dueño de la “cochería”. Prometió jugar “aunque el sábado tenga diez servicios”, aseguró. Claro que era improbable. La gente no suele morirse un sábado de primavera. Alfio funcionaba a la perfección. Pascual no podía ocultar la alegría ante tamaño hallazgo. Claro que la escasez de tiempo conspiraba. Del jueves al sábado ya no se podía siquiera hacer una práctica con pelota, que, por otra parte, era lo que Alfio aconsejaba. Así, se fue completando la geografía del equipo. El seis y el ocho eran los mellizos Zárate. El optimismo de Pascual a esa altura, era inocultable. Se imaginaba alzando la copa. Los “mellis” corrían juntos cotidianamente. El viejo, había llegado a jugar un partido en la primera de Defensa y Justicia. Dicen que con una performance paupérrima. Pero detentaban un apellido futbolero por excelencia. En la mitad de la cancha, con el cinco en la espalda, Alfio advirtió al cura de la parroquia. Alemán el tipo. Durísimo con las penitencias a la hora de la confesión. Claro, además el sábado no oficiaba misa. Lo del siete fue increíble. Alfio lo enganchó en un after hour. Medio doblado del pedo que tenía y chamuyando a la dueña del bar el jueves de madrugada. Un burlón desenfadado. Como los siete de antes, que te pintaban la cara y tiraba el centro. El diez, zurdo, juntaba monedas en una gorra deshilachada haciendo jueguito con una pelota en el subte. Manejaba la izquierda como “el Diego”. El tiro libre de derecha a izquierda sería medio gol. Con la responsabilidad sobre sus espaldas, Pascual fue obedeciendo meticulosamente cada vibración de Alfio. Al once ya ni sé por qué lo convocó. Pero el nueve…el nueve fue una revelación. Las instrucciones casi de GPS de Alfio, condujeron a Pascual al concejo deliberante de la Ciudad. Se necesitaba un político. Avaro y personalista. De los que leen el gráfico y se sientan arriba del diario para no prestártelo. Alto, rubio y atlético. Ese fin de semana, como el resto de los días de su vida, el concejal estaba al pedo. Sabía que éste vínculo, aunque menor, algún votito más en la interna le podría aportar.
El sábado, llegó puntualmente a la cancha el colectivo escolar, contratado por la empresa. Un grupo de porristas, dirigidas por “la minita de la casa de deportes de enfrente”, desembarcaron con su bullicio multicolor.
Marco espectacular. Césped verde bien cortado. Arcos con redes. Arbitro y jueces de línea uniformados. Así entonces, tres en punto de la tarde, se escuchó la pitada inicial.
Pero a veces, los planetas están desalineados. Les clavaron cinco: inapelable.
Y yo, ahora, recuperándome en el Pirovano. Mis allegados piensan que fue Pascual. Yo no lo podría asegurar. Pero el lunes y por la espalda, alguien cobardemente me arrojó a “Alfio” por la cabeza, acertándome de lleno en el occipital. Otra vez, las adversas circunstancias de la vida, echaban por tierra mi frustrada profesión de inventor
Laburaban todos en la misma empresa y por cuestiones de fuerza mayor, debieron ausentarse de la final interempresaria.
Sólo quedó Pascual, que era malísimo. Pero tenía a su favor, un entrevero afectivo con la minita de la casa de deportes de enfrente, que les proveía la pilcha deportiva. Con él me vinculé como siempre sucede en estos casos, insólitamente.
Fue durante un absurdo concurso de la cooperativa del colegio de los chicos, que consistía en sostener por más tiempo una escoba haciendo equilibrio en la propia pera. Pascual me contó su dilema casi por casualidad (y porque se lo estaba contando a todos). Yo más rápido que inmediatamente le conté de Alfio. A él le gustó la idea y se lo vendí. El resto, lo negocié con el tesorero de la empresa.
Pascual estaba como loco. Salió presto con Alfio a la búsqueda de los diez jugadores restantes para la final. Nomás en el subte Alfio le señaló al guarda, con altura suficiente, manos grandes y dedos generosos. Era inequívoco que había que convocarlo. No debía haber en el mundo alguien que reuniera un aspecto físico más adecuado para bloquear el ingreso de la pelota en el arco. Pronto lo convenció. Pascual jugaría de dos. Que en las escasas ocasiones que acertaba de un puntapié a la pelota, solía hacerla llegar al área contraria. El cuatro lo ubicó en la verdulería. Petiso y con barba que parecía crecerle por minuto, mientras Pascual lo convencía. El tres, longilíneo, vibró ante el mismísimo dueño de la “cochería”. Prometió jugar “aunque el sábado tenga diez servicios”, aseguró. Claro que era improbable. La gente no suele morirse un sábado de primavera. Alfio funcionaba a la perfección. Pascual no podía ocultar la alegría ante tamaño hallazgo. Claro que la escasez de tiempo conspiraba. Del jueves al sábado ya no se podía siquiera hacer una práctica con pelota, que, por otra parte, era lo que Alfio aconsejaba. Así, se fue completando la geografía del equipo. El seis y el ocho eran los mellizos Zárate. El optimismo de Pascual a esa altura, era inocultable. Se imaginaba alzando la copa. Los “mellis” corrían juntos cotidianamente. El viejo, había llegado a jugar un partido en la primera de Defensa y Justicia. Dicen que con una performance paupérrima. Pero detentaban un apellido futbolero por excelencia. En la mitad de la cancha, con el cinco en la espalda, Alfio advirtió al cura de la parroquia. Alemán el tipo. Durísimo con las penitencias a la hora de la confesión. Claro, además el sábado no oficiaba misa. Lo del siete fue increíble. Alfio lo enganchó en un after hour. Medio doblado del pedo que tenía y chamuyando a la dueña del bar el jueves de madrugada. Un burlón desenfadado. Como los siete de antes, que te pintaban la cara y tiraba el centro. El diez, zurdo, juntaba monedas en una gorra deshilachada haciendo jueguito con una pelota en el subte. Manejaba la izquierda como “el Diego”. El tiro libre de derecha a izquierda sería medio gol. Con la responsabilidad sobre sus espaldas, Pascual fue obedeciendo meticulosamente cada vibración de Alfio. Al once ya ni sé por qué lo convocó. Pero el nueve…el nueve fue una revelación. Las instrucciones casi de GPS de Alfio, condujeron a Pascual al concejo deliberante de la Ciudad. Se necesitaba un político. Avaro y personalista. De los que leen el gráfico y se sientan arriba del diario para no prestártelo. Alto, rubio y atlético. Ese fin de semana, como el resto de los días de su vida, el concejal estaba al pedo. Sabía que éste vínculo, aunque menor, algún votito más en la interna le podría aportar.
El sábado, llegó puntualmente a la cancha el colectivo escolar, contratado por la empresa. Un grupo de porristas, dirigidas por “la minita de la casa de deportes de enfrente”, desembarcaron con su bullicio multicolor.
Marco espectacular. Césped verde bien cortado. Arcos con redes. Arbitro y jueces de línea uniformados. Así entonces, tres en punto de la tarde, se escuchó la pitada inicial.
Pero a veces, los planetas están desalineados. Les clavaron cinco: inapelable.
Y yo, ahora, recuperándome en el Pirovano. Mis allegados piensan que fue Pascual. Yo no lo podría asegurar. Pero el lunes y por la espalda, alguien cobardemente me arrojó a “Alfio” por la cabeza, acertándome de lleno en el occipital. Otra vez, las adversas circunstancias de la vida, echaban por tierra mi frustrada profesión de inventor
viernes, 13 de mayo de 2011
Día del trabajador
Desde muy cerquita del cielo llegó Ramón Iguarán, con su alma y una manta como equipaje. Lo despidieron el abrazo con llanto de su madre y la mano rústica de su padre. Silbando un silbido largo como el del tren, buscó en su bolsillo izquierdo la dirección. Su tío lo esperaba en José C Paz. Retiro, entretanto, era un gentío. El enjambre lo iba transportando hacia la calle involuntariamente. Lo acosaban los vendedores. Lo empujaban. Lo aturdían las salidas, las llegadas, el bullicio. La marea humana contrastaba con su soledad. Había que buscar la parada del 203.
Miró ese gris inmenso de la ciudad, con la esperanza de aprender el oficio de constructor. Su tío Isidro le iba a enseñar. Viajó dolorido un par de horas más hasta la terminal. A pocas cuadras de ahí, en la Villa San Jorge de José C. Paz, la Virgencita de Itatí iba a querer que se encontrara con su tío. Poco tiempo hubo para hablar. Para reconocerse. Al otro día había que empezar a trabajar.
Cada jornada fue de aprendizaje. Cargó carretillas. Boleó ladrillos. Estibó materiales. Poquito a poco construyó sueños de arena y cal, y con bastante esfuerzo, pudo aprender a hacer la mezcla. Levantar la primera pared. Usar la plomada.
Y con estas herramientas y el salario, fue de a poquito construyendo su casita. Precaria. Pero digna. Los sábados, en cambio, eran de fiesta. Por la noche, iba a “Latino”. Allí conoció a Leonor. La vio un fin de semana. La vio al siguiente y el otro.Con la pereza que da el poco hablar, dilató el encuentro. Hasta que un día se animó y, con un ramo que el “pibe” de las flores le fió, la buscó en la estación.
Ella ya estaba prendada y no faltó nada más para conquistarla. Vivieron un corto romance de besos interminables. De caricias contra el cerco donde Leonor trabajaba. Desesperados. Humedecidos. Lo enamoraban sus ojos gringos color celeste. El mismo celeste que desde hacía tiempo había dejado de ver, cubierto en el enlutado cielo de la ciudad.
Alborotados de instinto y amor, quiso ese abril, que Leonor quedara embarazada.
Decidieron entonces vivir juntos. Luchando y trabajando, al tiempo, se sumó a sus sueños Milagros. Milagritos, como le decía Ramón. Que le ponía espuelas a su paso de regreso a casa. La fe lo hacía rezar y la esperanza creer. Soñaba con una pieza más para Milagritos. Con reparar el techo. Con luchar por su familia. Con tener más hijos.
Un domingo, se levantó tan temprano como siempre. Besó a Milagritos que dormía. Abrazó sin palabras a Leonor. Ella lo besó acariciando su cara. Lo hizo con esas manos tan cansadas de lavar para “afuera”.
Volvió a la tarde ya sin sol a la terminal. Estaba fatigado. El 203 lo acunó hasta que al llegar, el chofer lo despertó con un empujoncito mientras le decía Ramón, hermanito, despertate que ya llegaste. Ramón abrió los ojos y corrió hasta la puerta del colectivo. Feliz día del trabajador, le dijo entonces el chofer, mientras bajaba.
Desde muy cerquita del cielo llegó Ramón Iguarán, con su alma y una manta como equipaje. Lo despidieron el abrazo con llanto de su madre y la mano rústica de su padre. Silbando un silbido largo como el del tren, buscó en su bolsillo izquierdo la dirección. Su tío lo esperaba en José C Paz. Retiro, entretanto, era un gentío. El enjambre lo iba transportando hacia la calle involuntariamente. Lo acosaban los vendedores. Lo empujaban. Lo aturdían las salidas, las llegadas, el bullicio. La marea humana contrastaba con su soledad. Había que buscar la parada del 203.
Miró ese gris inmenso de la ciudad, con la esperanza de aprender el oficio de constructor. Su tío Isidro le iba a enseñar. Viajó dolorido un par de horas más hasta la terminal. A pocas cuadras de ahí, en la Villa San Jorge de José C. Paz, la Virgencita de Itatí iba a querer que se encontrara con su tío. Poco tiempo hubo para hablar. Para reconocerse. Al otro día había que empezar a trabajar.
Cada jornada fue de aprendizaje. Cargó carretillas. Boleó ladrillos. Estibó materiales. Poquito a poco construyó sueños de arena y cal, y con bastante esfuerzo, pudo aprender a hacer la mezcla. Levantar la primera pared. Usar la plomada.
Y con estas herramientas y el salario, fue de a poquito construyendo su casita. Precaria. Pero digna. Los sábados, en cambio, eran de fiesta. Por la noche, iba a “Latino”. Allí conoció a Leonor. La vio un fin de semana. La vio al siguiente y el otro.Con la pereza que da el poco hablar, dilató el encuentro. Hasta que un día se animó y, con un ramo que el “pibe” de las flores le fió, la buscó en la estación.
Ella ya estaba prendada y no faltó nada más para conquistarla. Vivieron un corto romance de besos interminables. De caricias contra el cerco donde Leonor trabajaba. Desesperados. Humedecidos. Lo enamoraban sus ojos gringos color celeste. El mismo celeste que desde hacía tiempo había dejado de ver, cubierto en el enlutado cielo de la ciudad.
Alborotados de instinto y amor, quiso ese abril, que Leonor quedara embarazada.
Decidieron entonces vivir juntos. Luchando y trabajando, al tiempo, se sumó a sus sueños Milagros. Milagritos, como le decía Ramón. Que le ponía espuelas a su paso de regreso a casa. La fe lo hacía rezar y la esperanza creer. Soñaba con una pieza más para Milagritos. Con reparar el techo. Con luchar por su familia. Con tener más hijos.
Un domingo, se levantó tan temprano como siempre. Besó a Milagritos que dormía. Abrazó sin palabras a Leonor. Ella lo besó acariciando su cara. Lo hizo con esas manos tan cansadas de lavar para “afuera”.
Volvió a la tarde ya sin sol a la terminal. Estaba fatigado. El 203 lo acunó hasta que al llegar, el chofer lo despertó con un empujoncito mientras le decía Ramón, hermanito, despertate que ya llegaste. Ramón abrió los ojos y corrió hasta la puerta del colectivo. Feliz día del trabajador, le dijo entonces el chofer, mientras bajaba.
jueves, 31 de marzo de 2011
Martirimonio
éramos incompatibles a pesar de todos los años que estuvimos juntos básicamente cuidando la crianza pero si me preguntás porqué me quedé tanto tiempo escuchando el sonido de las ojotas que se acercaban agresivas mientras yo para evitar todo tipo de contacto jugaba al laberinto y me escurría hacia otro lado de la casa salvo cuando el azar nos ponía uno frente al otro entablándose algún tipo de monólogo sin mi intervención que se asemejaba más a una agenda de vencimientos porque el tema era si pagué esto si me acordé de aquello y odiaba cuando su don de adivinación acertaba con el instante donde me daban ganas de mear y de la otra punta de la casa el grito de levantá la tabla se hacia escuchar por todo el barrio aunque yo reprimía mi desagrado cuando previo a ducharme debía encargarme de colgar en otro lugar sus bombachas que reposaban en las canillas para secarse así que todo era conflictivo donde no quedaban excluidos los niños porque si Pedro le había revoleado una piedra en la cabeza al director del colegio o si Juan de un pelotazo le había volado la dentadura a mi suegra con budín incluido pasaban a ser una especie de forajidos mientras yo defendía que eran cosas de chicos ni tampoco debiera hacer referencia al sexo que se ausentaba de mi hogar por largas temporadas ya que tantas eran las variables de la polinómica que debía darse para que eso ocurriese partiendo de que ningún niño estuviera enfermo ni haberse ella peleado con alguna de sus hermanas y que la madre no hubiera tenido una recaída en su disparatado historial de múltiples síntomas contradictorios además de estar de buen ánimo alejada ciertamente varios días de esos días y que ningún ingrediente apareciera de improviso como esa mañana que prácticamente la había persuadido y luego de repasar todas las variables que confluían favorablemente sacó de la galera otra paloma ya que se le atormentó el cerebro con la idea de que las bestias iban a despertarse y no teníamos las tres docenas de facturas que saciarían su hambre al iniciar la jornada debiendo yo postergar mi deseo y bajar las escaleras para buscar la agenda que nunca se encontraba en el lugar porque ella con sus innumerables tareas de madre veía inhibida la mayoría de las veces la posibilidad de dejarla donde correspondía por lo que sorprendido quedé tras recorrer distintos sectores de la casa sin esperanzas y con el deseo de beber un vaso de agua hallé la huidiza agenda que yacía mansa sobre un pecheto en la heladera y entonces revisarla hoja por hoja buscando un pequeño volante en blanco y negro donde hallaría el teléfono de la puta panadería claro que habiendo pasado más de veinte minutos en todo el proceso mi espada enmohecida más deseaba un descanso que el fragor de una lucha que tendría perdida de antemano por eso y por muchas cosas más que no me anima contarte en éste momento
éramos incompatibles a pesar de todos los años que estuvimos juntos básicamente cuidando la crianza pero si me preguntás porqué me quedé tanto tiempo escuchando el sonido de las ojotas que se acercaban agresivas mientras yo para evitar todo tipo de contacto jugaba al laberinto y me escurría hacia otro lado de la casa salvo cuando el azar nos ponía uno frente al otro entablándose algún tipo de monólogo sin mi intervención que se asemejaba más a una agenda de vencimientos porque el tema era si pagué esto si me acordé de aquello y odiaba cuando su don de adivinación acertaba con el instante donde me daban ganas de mear y de la otra punta de la casa el grito de levantá la tabla se hacia escuchar por todo el barrio aunque yo reprimía mi desagrado cuando previo a ducharme debía encargarme de colgar en otro lugar sus bombachas que reposaban en las canillas para secarse así que todo era conflictivo donde no quedaban excluidos los niños porque si Pedro le había revoleado una piedra en la cabeza al director del colegio o si Juan de un pelotazo le había volado la dentadura a mi suegra con budín incluido pasaban a ser una especie de forajidos mientras yo defendía que eran cosas de chicos ni tampoco debiera hacer referencia al sexo que se ausentaba de mi hogar por largas temporadas ya que tantas eran las variables de la polinómica que debía darse para que eso ocurriese partiendo de que ningún niño estuviera enfermo ni haberse ella peleado con alguna de sus hermanas y que la madre no hubiera tenido una recaída en su disparatado historial de múltiples síntomas contradictorios además de estar de buen ánimo alejada ciertamente varios días de esos días y que ningún ingrediente apareciera de improviso como esa mañana que prácticamente la había persuadido y luego de repasar todas las variables que confluían favorablemente sacó de la galera otra paloma ya que se le atormentó el cerebro con la idea de que las bestias iban a despertarse y no teníamos las tres docenas de facturas que saciarían su hambre al iniciar la jornada debiendo yo postergar mi deseo y bajar las escaleras para buscar la agenda que nunca se encontraba en el lugar porque ella con sus innumerables tareas de madre veía inhibida la mayoría de las veces la posibilidad de dejarla donde correspondía por lo que sorprendido quedé tras recorrer distintos sectores de la casa sin esperanzas y con el deseo de beber un vaso de agua hallé la huidiza agenda que yacía mansa sobre un pecheto en la heladera y entonces revisarla hoja por hoja buscando un pequeño volante en blanco y negro donde hallaría el teléfono de la puta panadería claro que habiendo pasado más de veinte minutos en todo el proceso mi espada enmohecida más deseaba un descanso que el fragor de una lucha que tendría perdida de antemano por eso y por muchas cosas más que no me anima contarte en éste momento
martes, 8 de marzo de 2011
A la mujer
Feliz día mujeres.
A las que se despiertan cantando.
A las que aman.
A las que dan la teta.
A las que cuentan cuentos.
Feliz día a las que sufriendo sonríen.
A las que con nada inventan un plato de comida.
A las que con un beso saben recibir a su compañero
cuando llega de la calle con los puños apretados.
Feliz día mujeres del mundo que luchan cada día
por hacerlo más convivible
A las que se despiertan cantando.
A las que aman.
A las que dan la teta.
A las que cuentan cuentos.
Feliz día a las que sufriendo sonríen.
A las que con nada inventan un plato de comida.
A las que con un beso saben recibir a su compañero
cuando llega de la calle con los puños apretados.
Feliz día mujeres del mundo que luchan cada día
por hacerlo más convivible
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