lunes, 25 de julio de 2011

DESENCUENTRO DE CUENTOS

Salía de la casa siempre a la misma hora y cruzaba la calle sin mirar. Las frenadas, acompañadas de fuertes insultos, eran frecuentes. El las ignoraba. Quienes lo conocían aseguran que se le ocurrían historias fantásticas, pero, lamentablemente, tenían la duración de su propio pensamiento. Las olvidaba de inmediato.

Un día, esquivando gente, al pasar por el Bazar Inglés, sintió un rayo interior.
Entró, observó una colección de cacerolas y preguntó por el probador. El empleado, que tenía muy claro aquello de que el cliente siempre tiene razón, mientras hacía malabares con unos vasos, lo condujo al baño.

Cargando una media docena de cacerolas, se las fue probando meticulosamente en la cabeza hasta que una, le calzó con dificultad. Salió con su olla encasquetada, la pagó y se fue.

En el trayecto a su casa, se le ocurrieron tantas historias que se extravió. Tomo subtes errados. El enjambre, lo fue conduciendo por lugares desconocidos. Hubo quien le ofreció dinero pensando que desvariaba. También una denuncia por desacato, ya que trató de “imbécil” al agente que le preguntó qué hacía con una cacerola en la cabeza.

A pesar de las circunstancias adversas, confiaba que las historias quedarían adheridas en los bordes internos de su improvisado sombrero. Falso. Lamentablemente, cuando logró quitársela, las ideas se le desparramaron. Volaron algunas, otras se mezclaron entre sí y las más aterrorizadas se fugaron por una hendija de la ventana.
Aprovechando la compra y esperanzado en hallar un método atrapa ideas mejor, se preparó un guiso en el recipiente.

Serían las tres de la mañana cuando recordó a su amigo Nito, quien había participado de algunos “cacerolazos” y partió para su casa. Los cánones de convivencia desaconsejan solicitar cacerolas a esas horas de la madrugada. Pero a veces, el deseo supera al pensamiento. Nito conservaba algunas cacerolas abolladas. Después de mascullar algún insulto menor, le abrió la puerta a su amigo de años. Le regaló una bien abollada que le calzó a la perfección y lo despidió confundido. No eran tampoco horas para captar una explicación tan arrevesada.

Al otro día, se colocó la cacerola y partió. Ausente. Sordo a las bocinas e insultos. Despreciando ladridos amenazantes, pero inspirado. Cientos de ideas brotaron de ese cerebro creativo que, mágicamente, fueron reposando en las abolladuras internas de la cacerola. Pero el calor y la torpeza al quitársela, lograron un nuevo fracaso.

Yacían millones de letras mezcladas indescifrables en los recovecos de la olla. Circunstancia que fue aprovechada por Gladys, la misionera que solía ir a la casa a plancharle la poca ropa que tenía. Halló al otro día la cacerola con el abecedario enredado en su interior.

Comentan que Gladys es hoy rica y próspera. Puso un restó en Marbella. Claro, “Sopa de letras” es la especialidad de la casa. Como no podía ser de otra manera.

domingo, 3 de julio de 2011

Cuando Pascual Comprò a Alfio

Funcionaba a la perfección. O al menos era lo que yo pensaba. Mi primera venta, que terminó siendo la última, fue a un equipo de futbol de veteranos.
Laburaban todos en la misma empresa y por cuestiones de fuerza mayor, debieron ausentarse de la final interempresaria.
Sólo quedó Pascual, que era malísimo. Pero tenía a su favor, un entrevero afectivo con la minita de la casa de deportes de enfrente, que les proveía la pilcha deportiva. Con él me vinculé como siempre sucede en estos casos, insólitamente.
Fue durante un absurdo concurso de la cooperativa del colegio de los chicos, que consistía en sostener por más tiempo una escoba haciendo equilibrio en la propia pera. Pascual me contó su dilema casi por casualidad (y porque se lo estaba contando a todos). Yo más rápido que inmediatamente le conté de Alfio. A él le gustó la idea y se lo vendí. El resto, lo negocié con el tesorero de la empresa.
Pascual estaba como loco. Salió presto con Alfio a la búsqueda de los diez jugadores restantes para la final. Nomás en el subte Alfio le señaló al guarda, con altura suficiente, manos grandes y dedos generosos. Era inequívoco que había que convocarlo. No debía haber en el mundo alguien que reuniera un aspecto físico más adecuado para bloquear el ingreso de la pelota en el arco. Pronto lo convenció. Pascual jugaría de dos. Que en las escasas ocasiones que acertaba de un puntapié a la pelota, solía hacerla llegar al área contraria. El cuatro lo ubicó en la verdulería. Petiso y con barba que parecía crecerle por minuto, mientras Pascual lo convencía. El tres, longilíneo, vibró ante el mismísimo dueño de la “cochería”. Prometió jugar “aunque el sábado tenga diez servicios”, aseguró. Claro que era improbable. La gente no suele morirse un sábado de primavera. Alfio funcionaba a la perfección. Pascual no podía ocultar la alegría ante tamaño hallazgo. Claro que la escasez de tiempo conspiraba. Del jueves al sábado ya no se podía siquiera hacer una práctica con pelota, que, por otra parte, era lo que Alfio aconsejaba. Así, se fue completando la geografía del equipo. El seis y el ocho eran los mellizos Zárate. El optimismo de Pascual a esa altura, era inocultable. Se imaginaba alzando la copa. Los “mellis” corrían juntos cotidianamente. El viejo, había llegado a jugar un partido en la primera de Defensa y Justicia. Dicen que con una performance paupérrima. Pero detentaban un apellido futbolero por excelencia. En la mitad de la cancha, con el cinco en la espalda, Alfio advirtió al cura de la parroquia. Alemán el tipo. Durísimo con las penitencias a la hora de la confesión. Claro, además el sábado no oficiaba misa. Lo del siete fue increíble. Alfio lo enganchó en un after hour. Medio doblado del pedo que tenía y chamuyando a la dueña del bar el jueves de madrugada. Un burlón desenfadado. Como los siete de antes, que te pintaban la cara y tiraba el centro. El diez, zurdo, juntaba monedas en una gorra deshilachada haciendo jueguito con una pelota en el subte. Manejaba la izquierda como “el Diego”. El tiro libre de derecha a izquierda sería medio gol. Con la responsabilidad sobre sus espaldas, Pascual fue obedeciendo meticulosamente cada vibración de Alfio. Al once ya ni sé por qué lo convocó. Pero el nueve…el nueve fue una revelación. Las instrucciones casi de GPS de Alfio, condujeron a Pascual al concejo deliberante de la Ciudad. Se necesitaba un político. Avaro y personalista. De los que leen el gráfico y se sientan arriba del diario para no prestártelo. Alto, rubio y atlético. Ese fin de semana, como el resto de los días de su vida, el concejal estaba al pedo. Sabía que éste vínculo, aunque menor, algún votito más en la interna le podría aportar.
El sábado, llegó puntualmente a la cancha el colectivo escolar, contratado por la empresa. Un grupo de porristas, dirigidas por “la minita de la casa de deportes de enfrente”, desembarcaron con su bullicio multicolor.
Marco espectacular. Césped verde bien cortado. Arcos con redes. Arbitro y jueces de línea uniformados. Así entonces, tres en punto de la tarde, se escuchó la pitada inicial.
Pero a veces, los planetas están desalineados. Les clavaron cinco: inapelable.
Y yo, ahora, recuperándome en el Pirovano. Mis allegados piensan que fue Pascual. Yo no lo podría asegurar. Pero el lunes y por la espalda, alguien cobardemente me arrojó a “Alfio” por la cabeza, acertándome de lleno en el occipital. Otra vez, las adversas circunstancias de la vida, echaban por tierra mi frustrada profesión de inventor